La crisis política y social de un país no solo se mide en cifras de corrupción o pobreza, sino también en el nivel de lectura de sus dirigentes. ¿Cómo pueden tomar decisiones quienes no han leído más que arengas sectarias y agresivas, jactándose de su ignorancia como un mérito? ¿Cómo pueden legislar quienes desconocen la historia, la economía o la filosofía? La falta de formación intelectual en la política no solo empobrece el debate público, sino que perpetúa la ignorancia como norma legislativa o de oposición.
Los efectos son evidentes. Las leyes se aprueban (o desaprueban) sin ser leídas, los discursos se construyen con frases vacías y los debates parlamentarios se reducen a espectáculos vergonzosos. Se oponen al cambio sin argumentos sólidos, solo para defender sus privilegios. En una sociedad donde el pensamiento crítico está relegado, el poder se convierte en un fin en sí mismo, sin responsabilidad ni visión de futuro.
La política no es el único ámbito afectado. Si la educación fuera realmente una prioridad, no tendríamos profesores que tampoco leen. ¿Cuántos enseñan literatura sin haber leído los libros que recomiendan? ¿Cuántos repiten conceptos sin cuestionarlos, sin actualizarlos, sin debatirlos? Si ni siquiera en las aulas se fomenta la lectura con seriedad, ¿cómo esperar que la sociedad valore el conocimiento?
La escritora Amélie Nothomb afirma que puedes darte cuenta de inmediato cuando alguien es un lector, ya que “el que lee está en otra parte". Y tiene razón. La lectura y la escritura no son simples exhibiciones culturales ni una forma de esnobismo intelectual. Son actos de transformación que moldean nuestra forma de pensar y de interpretar el mundo. Sin pensamiento crítico, todo se reduce a ruido, distracción y entretenimiento superficial.
El resultado de esta carencia es una ciudadanía fácilmente manipulable, incapaz de cuestionar, de exigir, de analizar. En un país donde leer es un acto de resistencia y la ignorancia parece ser un requisito para el éxito político, la corrupción y la mediocridad se vuelven la norma.
La solución no es solo pedir mejores gobernantes, sino construir una sociedad que lea, que piense y que no se conforme con discursos vacíos. Un país que no lee está condenado a repetir su historial de fracasos.