En los amaneceres discretos de El Difícil el único sonido persistente es el de los camiones y buses que trafican sobre la carretera que parte el pueblo en dos.
Aún así, podría seguirse sosteniendo que son amaneceres discretos, con copas de árboles en el horizonte y una que otra nube coloreándose con los primeros rayos del sol.
Lo que sí permanece impávido es el calor que proviene de las fuentes hídricas que rodean el municipio. Se trata de una humedad espesa, casi gelatinosa, cuyo lenguaje más prominente suelen ser los parches de sudor que brillan en los rostros de los transeúntes.
No obstante, son comunes las apariciones de antiguos pobladores con grandes sombreros, camisas de mangas largas, pantalones gruesos y abarcas de tres puntadas. Caminan como si el bochorno no existiera. Y aún peor: permanecen bajo los techos de láminas de hierro como si los chorros de calor que se descuelgan de las alturas fueran una consagración de las quebradas y ciénagas circundantes.
Uno de esos transeúntes es Francisco Rada Ortiz, conocido desde tiempos inmemoriales como Pachito Rada, otro de los hijos mayores del fallecido juglar magdalenense Francisco Rada Batista, a quien siempre se le conoció como Pacho Rada.
Pachito, entre cantos de gallos remotos, se dirige hacia el Centro Cultural Alicia Palmera de Maestre, en donde finalizará hoy la Segunda Fiesta del Pensamiento, que, durante tres días, reunió a pensadores y escritores de diferentes localidades de la Región Caribe, en torno a las temáticas literarias y filosóficas que inquietan a los intelectuales de este lado de Colombia.
Seguido, y precedido a la vez, de una multitud de jóvenes ataviados con las prendas modernas que podrían mitigar un poco la sofocación, ingresa a la sala de eventos del centro cultural, en donde lo espera una mesa angosta y larga, cubierta con un mantel blanco y adornada en su centro con un arreglo floral de cálidos colores.
La fiesta del pensamiento se llenó de narradores, cuenteros, poetas, cronistas, fotógrafos, estudiantes universitarios, investigadores, periodistas y editores bibliográficos, pero el gran personaje de este año es Pachito Rada. Por él votaron los organizadores para dedicarle esta segunda edición, como una acción de gracias por todos los años de su vida dedicados a propagar la música de acordeón del departamento del Magdalena.
Todos, desde el más anónimo de sus paisanos hasta el más presumido de los intelectuales, saben y están de acuerdo con que Pachito Rada sea el homenajeado de este año. Pero él actúa como si no lo supiera. Tal vez su grandeza ha consistido precisamente en eso, en no sentirse superior a lo que ha hecho; en sentir que el acordeón y sus canciones son los mismos elementos que usaba Blanca Rosa Ortiz Zambrano, su madre, para preparar el café con leche de la mañana; o son —volviendo a la pintura del pueblo— lo mismo que el burro y la machetilla que Pacho Rada, el viejo, usaba cuando debía internarse en el monte a preñar de frutos el corazón de la tierra.
Así se muestra. Es silencioso como una montaña. De vez en cuando, sobre su rostro de facciones indígenas aparece una sonrisa fugaz, pero al instante recupera su talante tímido y escrutador, haciéndose servir de un par de ojos saltones que se mueven de un lado a otro, como si lo hubiesen montado en esa tarima para que vigilara el mundo.
Y es así. Desde el estrado, acompañado por los organizadores del evento y algunos invitados especiales, Pachito observa las mesas exhibidoras de artesanías provenientes de diversos lugares del departamento, pero también las exposiciones de libros politemáticos, entre los cuales se encuentra el suyo, un volumen titulado Historia de un pueblo acordeonero, que dice haber escrito y publicado para que se sepa la verdad sobre cómo nació el estilo vallenato.
Unos minutos después del paneo de Pachito, se inicia el conversatorio. La figura del juglar se torna nebulosa cuando los primeros conferencistas esbozan sus impresiones acerca del pensamiento filosófico en el Caribe colombiano, la literatura en sus diversos formatos, las teorías de la superación personal, la crónica de personajes comunes, la cuentería y el anecdotario con ropaje de chiste, la música raizal, las danzas, la industria típica artesanal y la culinaria que se planta en el centro de la agenda.
Aura Aguilar Caro, una de las principales organizadoras del evento, pequeña y enérgica, ordena suspender de momento el conversatorio mientras la multitud sale en grandes masas hacia diferentes establecimientos cercanos al centro cultural, y en donde esperan los almuerzos que se separaron con anticipación.
Algunos aprovechan para visitar las tiendas -olorosas a jabones rústicos- a apurar alguna bolsa de agua fría o un refresco dulzón con que apaciguar las agresiones del calor en el pináculo del medio día. Pachito Rada, abanicándose con el mismo sombrero enorme que portaba en las primeras horas de la mañana, intenta salir del recinto, pero algunos admiradores, quienes podrían ser sus hijos y nietos, lo rodean para preguntarle algunas cosas relacionadas con su vida personal y artística.
El acordeonista, con la misma sencillez y tranquilidad que mostraba en las carátulas de sus discos, opta por tomar asiento en uno de los escaños de madera que adornan la terraza del centro cultural. Alguien le pregunta por el ritmo con que el viejo Pacho Rada, su padre, interpretó la canción La lira; y él, ajustándose otra vez el sombrero, dice creer que “ese aire es como un paseaíto, jalaíto o algo así. Lo cierto es que primero fue un son, pero cuando mi papá lo fue a grabar los ingenieros le dijeron que esa canción era muy lenta, que la cantara más alegre, porque así eran los ritmos que estaban de moda en Barranquilla y Cartagena. Y así nació La lira que ustedes conocen”.
Los interlocutores, sorprendidos con la revelación, le piden que interprete La lira en su ritmo original; y Pachito accede a cantar a capella, lo que maravilla aún más a los preguntones, puesto que el juglar demuestra, valiéndose de unos cuantos susurros de viejo, que aún conserva la afinación y la rítmica que hizo populares a mediados del siglo XX, a pesar de la rusticidad de su voz: Yo tengo amores de lira/ tengo una lira en mi alma/ por eso es que no tiene calma/ no tiene descanso en la vida.
Luego le preguntan por el merengue Tú verás María, de la cosecha de su padre, y responde suponiendo que a lo mejor se trató de alguna estrategia de Pacho Rada para quebrantar las rabietas de María Ospino, otra de sus mujeres: Al amanecer el día/ yo me la paso es cantando/ ay tú veras, tú verás María/ si desprecias al negro Francio.
“Lo que pasa —vuelve a susurrar— es que los acordeonistas de antes le sacábamos canciones a todo, no sólo a las mujeres y a los amoríos, como se hace ahora. Acuérdense que mi papá compuso El tigre de la montaña por una polémica que tuvo con Emiliano Zuleta y Lorenzo Morales. Pero también tiene El caballo liberal, que debió ser alguna bestia famosa de estos pueblos. Y así...”
Algunos interlocutores que aparentan la misma edad de Pachito le recuerdan sus grabaciones en las que el ritmo predominante era el son, aunque saltan a la palestra los nombres de un paseo y un merengue, que de igual forma fueron famosos en las épocas de los juglares. El millonario roncón, por ejemplo:
Me la paso observando/lo que son muchos hombres/ se la pasan roncando/ hablando de millones/ se la pasan roncando por roncá/ hablando de millones nada más...”
Y Dudo que me quieras:
A veces quiero querer pero no puedo/ cuando trato de olvidar es imposible/ lo que me brinda el destino me da miedo/y por eso casi siempre vivo triste.
Ante esa retahíla de recordaciones, Pachito, siempre silencioso, sonríe y asiente moviendo la cabeza, como si se le hubiese iluminado la mente con la luz de las palabras de quienes lo rodean, los mismos que no se conforman con sus respuestas cortas y lentas y lo interrogan respecto a supuestas nuevas grabaciones, cosa que el acordeonista se apresura a contradecir aclarando que “las últimas veces que grabé lo hice con el cantante Pino Manco; y dejé de hacerlo cuando decidí entregarme a Dios. Ahora pertenezco a una iglesia evangélica y no deseo seguir cantando las cosas de antes, sino cantos que hablen del Señor, si es que él me permite componerlos”.
De pronto, a lo lejos, una joven grita el nombre de Pachito, a la vez que hace un gesto de llamada con el brazo derecho. El hombre se levanta del escaño y se despide anunciando que dentro de poco volverá a la tarima a seguir recibiendo el homenaje.
Dos horas después, el salón de eventos se encuentra de nuevo reluciente, gracias a que una parte de los invitados decidió prestar sus brazos para barrer el piso, limpiar las sillas y reorganizar la mesa de los invitados, mientras la otra parte se encuentra saboreando algún sancocho ribereño en cualquiera de las fondas cercanas.
Los asistentes se van reorganizando, al parecer, ya acostumbrados a la presencia ineludible del calor; o expectantes por las siguientes presentaciones en tarima. Los conversadores no se hacen esperar y proceden a presentar sus libros, sus anécdotas, sus ponencias y todo lo que desglose las diversas facetas de la cultura del Caribe colombiano.
Cuando se aproximan las 6 de la tarde, y ya Pachito Rada recibió las condecoraciones y aplausos de sus admiradores, el público, agitado con las furtivas botellas de whisky que han circulado sin ruido y de mano en mano, le pide al juglar que intérprete alguna de sus famosas canciones.
El hombre accede con parsimonia, como rogando en secreto que algo impida su intervención, pero ese milagro al revés no ocurre, por lo que no le queda otro remedio que advertir que ya no puede ejecutar y vocalizar canciones seculares (“mundanas”, dice), de modo que les hará escuchar una de esas piezas elementales que ha compuesto “para la gloria de Dios y su hijo único Cristo Jesús”.
La intervención termina. La gente aplaude con el impulso de la cortesía, mas no con el signo de la admiración de años atrás, cuando Pachito Rada era la energía pura que hacía zumbar el acordeón como una guerra entre canarios y ventarrones en medio del Valle de Ariguaní.
De esa forma ejecuta otro acordeonista curtido en la juglaría, pero guajiro y agreste como un cardón en los caminos del desierto. Se trata de José María “Chema” Martínez, uno de los hermanos del Rey Vallenato Luis Enrique Martínez (q.e.p.d.), quien asciende presuroso a la tarima como dándole espacio a Pachito Rada para que vuelva tomar su puesto en la mesa de los honores.
Desde que falleció su hermano Luis Enrique, “Chema” se ha dedicado a interpretar sus composiciones, tal vez, como una forma de perpetuarlo en contra de las modernidades y el olvido. Pero, siempre que se presenta en un escenario, anuncia que ejecutará “otra canción de la cosecha de los Martínez”, advertencia que no varió en la tarima del centro cultural.
Empezó con La tijera y prosiguió con La hamaca, Zunilda, Maricela y El mago del Copey, con las cuales no sólo arrancó aplausos sino también risas, dada la jocosidad implícita en algunos de los temas. Su rostro, su voz y su estilo hicieron revivir, aunque fuera por unos instantes, la presencia del llamado “Pollo vallenato” y su juglaría que tantas cosas cambiaron en los albores de la música vallenata.
Mientras Chema Martínez hacía su presentación, y teniendo aún en los oídos las notas de los acordeonistas magdalenenses, se me antoja que no es tan cierto lo que afirman algunos teóricos de la música de acordeón, respecto a que el estilo vallenato en apariencia es la marca de la antigua Región de Padilla o Magdalena Grande, que llaman otros. Es decir, lo que hoy son los departamentos de la Guajira, el Cesar y el Magdalena. Es probable que la teoría se cumpla para los dos primeros, pero en lo que atañe al Magdalena la cosa cambia.
Tal vez serían más certeros los recuerdos del compositor sanjacintero Adolfo Pacheco Anillo, quien afirma que desde tiempos inmemoriales hubo una especie de influencia recíproca entre los acordeonistas del Magdalena y del departamento de Bolívar, ya que estos últimos —alimentados por los conjuntos de gaita y las mal llamadas bandas papayeras— descubrieron una amalgama de sonoridades y melodías que lograron transmitir a los magdalenenses, a la vez que éstos (con el maestro Pacho Rada a la cabeza) aportaron la cadencia del son y los lamentos de las márgenes del gran río.
Como si el animador en tarima hubiera escuchado mis pensamientos, hace un llamado a Kiko Rada, hijo del homenajeado Pachito Rada y poseedor de las mismas facciones indígenas y la mirada triste. Se hace acompañar de Pino Manco, un italiano nacido en la ciudad de Roma, quien a los 3 años de edad fue traído a El Difícil, en donde no sólo se convirtió en un auténtico magdalenense sino también en uno de los cantantes folclóricos más apreciados que tiene la música de acordeón colombiana.
Sus grabaciones no andan compitiendo en las emisoras comerciales, pero nunca faltan en los estantes de los coleccionistas, investigadores y admiradores de la música vallenata raizal. El público pide en coro El caballo liberal, y los artistas obedecen al instante. Tres o cuatro parejas se despliegan a los pies de la tarima mientras el cielo se va oscureciendo a las afueras del recinto.
En el transcurso de unos 45 minutos, Pino Manco y Kiko Rada interpretan los viejos cantos de Pacho Rada, haciendo énfasis en Sipote luto, Abraham con la botella, Mande trago y Riqueza no es la plata, que la gente aplaude sin reservas al tiempo que exige más canciones, pero el animador se interpone a través de los micrófonos, haciendo un llamado al Rey Vallenato Alberto Rada, otro hijo de Pacho Rada y tal vez el más famoso de la dinastía.
Famoso por sus 13 presentaciones en el Festival de la Leyenda Vallenata, de Valledupar, en las que se le negó la corona reiteradas veces, con todo y que poseía todas las condiciones para merecerla, pues Beto Rada (como le llaman sus amigos) no sólo es virtuoso acordeonista sino también cantante y compositor, quien jamás ejecuta canciones ajenas en los festivales.
En una de sus grabaciones también se hace acompañar de Pino Manco, pero su discografía más famosa la hizo al lado de su hijo Eliécer “El Cheche” Rada, uno de los cantantes folclóricos que hicieron parte de Cien años de vallenato, el homenaje que los periodistas Daniel Samper Pizano y Pilar Tafur rindieron a la llamada música del Valle de Upar cuando llegó al centenario de su existencia.
Pino Manco lo acompaña en la primera canción, mientras que la segunda, El pollo negro, cantada por el mismo Beto, marca el cierre de la jornada. El animador anuncia que llegó la hora de entregar el salón de eventos, pero la gente se muestra en desacuerdo con que finalice la parranda.
En grandes masas van abandonando la estancia. Algunos se detienen a tomarse fotos con los artistas. La calle, con su larga ondulación pavimentada, ya recibe las luces recientes del alumbrado público cuando los músicos en grupo caminan en dirección a un callejón transversal y se pierden en el pretil de uno de los inmensos caserones que bordean la vía.
A los pocos minutos, se intuye que los músicos y sus admiradores invadieron el patio de la casona. El golpe de una caja lo indica. El raspado de la guacharaca también. Y así... se desata, sin restricciones, una nueva parranda.
Julio de 2008