Por Juan Antonio Pizarro Leongomez (*)
(*) Miembro del Club de Lectura Ábaco Libros y de Cartagena Insomne/Factoría Creativa
Cien años no son nada, si uno se llama Alejandro Obregón y revoluciona la pintura colombiana al pintar el cuadro más importante de la historia de las artes plásticas de nuestro país. Nació en Barcelona el 4 de junio de 1920 y murió en Cartagena el 11 de abril de 1992. Por su lugar de nacimiento sería español, pero no hay ningún pintor más caribe que Obregón, o uno más cartagenero, así tenga que defenderse, como Blas de Lezo, de otros grandes artistas que alegarán tener iguales títulos para ambas denominaciones. Sería una batalla artística para alquilar balcón con grandes nombres en juego: Grau, Morales, Porras, Guerrero... si en lugar de artístico ese combate fuera físico, pondría toda mi plata en la esquina de Obregón quien, con sus enormes manos, abatió a nórdicos marinos.
Para Obregón una tela en blanco era una arena, o un escenario donde cabe representar, a brochazo limpio, las aventuras y los dramas de la vida. O cómo bien escribió Juan Gustavo Cobo Borda refiriéndose al pintor cartagenero: “Aquí bien cabe la observación de Graham Dixon en su soberbio libro sobre Caravaggio: ‘Su idea del bodegón no consiste en una reunión de objetos, sino en un teatro de formas’.”
¿Qué se refleja en los cuadros de Obregón? Según él mismo: “drama, catástrofe, registro de vida, reportaje y un poco de todo”. Siendo así, nada de “lo humano le era indiferente”, menos que nada la violencia desgarradora que vivió Colombia en los años 40, 50 y 60 y que seguimos padeciendo. Frente a la obra que se denominó “La Violencia”, la sensación es que muchos pintores, al igual que muchos otros sectores, pasaban de agache mientras se destruían vidas y regiones. Resultaba más sano no removerla. Para hacerlo se necesitó de alguien que se hubiese apropiado del arte, de su arte, en las selvas, en los mares, en las calles… allí donde la vida sucede frenética y furiosa.
El cuadro “Violencia” de 1962, es importante porque nadie se había enfrentado a esa realidad desgarradora que vivía el país (y viven aún varias regiones), como lo hizo Obregón, de quien Marta Traba dijera: “La sinceridad terrible de “Violencia” procede de esta circunstancia: de que Obregón la pintó porque ya le era inaplazable y necesario hacerlo. Pero si esto explica el patetismo verídico de su cuadro, no incluye la belleza grave y tensa de sus medios para lograrlo”.
¿Quién muere en “Violencia” de Obregón? ¿Una mujer embarazada? ¿Una mujer? ¿Un feto? Sí, ellos y muchos, muchos más. Allí mueren presente y futuro, pues los miles de muertos de nuestra violencia, o violencias, quedan retratados en esa mujer embarazada, asesinada, ultimada.
¿La violencia es humana o inhumana? Es la pregunta que asalta a quienes vemos la pintura de Obregón. Mi sensación es que todos quisiéramos que fuera inhumana, algo que nos llega de afuera, así sea cometida por nosotros mismos. Y cuando digo de fuera puede ser de fuerzas malignas como el demonio, cómo creen algunos; de nuestro pasado animal, que a veces, como los viejos amores, nos invade; o fruto de un desequilibrio mental, que afecta a unos pocos y no al conjunto de la humanidad. Suena bien ¿no?, la violencia es terrible pero afortunadamente no es nuestra, es ajena y, por ende, inhumana.
Esa solución, perversamente humana, de encontrar a quién o a quiénes culpar de nuestros males, no solo es falsa, sino que es peligrosamente falsa como nos damos cuenta frente a “Violencia”. La mujer embarazada, muerta, no deja dudas: la matamos nosotros, como matamos nosotros a los cientos de miles que ella representa. Si no fui yo, fue mi hermano; si él no fue, fue el vecino; si no fue el vecino fue su tío, pero en cualquier caso uno de nosotros o, quizás, ¿todos nosotros?
“Violencia”, la pintura, no acepta que intentemos sacar el cuerpo a nuestra responsabilidad, porque es asumiéndola en algún momento, hoy, mañana o dentro de treinta años, como sentaremos las bases reales de un país en paz, sin violencia.
Obregón pintó otros cuadros sobre la violencia más luminosos, más coloridos, pero ninguno tan profundo y directo como este que me deja, te deja, nos deja, como debe ser: culpables y sin salida.
Foto: tomada de la Revista Semana