El ambiente no puede ser más propicio: Juan Carlos Coronel y su orquesta acaban de subir a la tarima en el preciso instante en que el recinto se encuentra atiborrado de cartageneros y turistas convocados por un evento cultural de los tantos que se programan todo el año en Cartagena.
Estamos en el Claustro Santo Domingo. Antes que Coronel, por la tarima han desfilado grupos de música folclórica, danzas modernas y las llamadas expresiones urbanas que tienen encendida a la concurrencia, sobre cuyas cabezas vuelan —en medio de la penumbra y las enormes plantas ornamentales— vasos de whisky o latas de cerveza para celebrar el reencuentro.
El repique de los cueros y la afinación de los instrumentos de viento vibran como una incitación, una vehemente premonición de lo que será el espectáculo en ciernes, mientras el cantante, detrás de la tarima, recibe todos los saludos y atiende todas las conversaciones con suma paciencia y hablando a velocidades que podrían afectarle la voz, si se tratara de un principiante.
Pero es Juan Carlos Coronel, uno de los mejores cantantes que ha dado Colombia en los últimos tiempos, según la opinión no solo de expertos sino del público que supo de su existencia, a partir del boom de las orquestas cartageneras en los años 80.
Y esa apreciación se sustenta no solo en conceptos faranduleros o en estrategias de marketing (made in casa disquera), sino en la cantidad de producciones que el cartagenero ha parido, paseándose por diversos ritmos y formatos orquestales en los que, de una u otra forma, siempre ha salido airoso, pues cuando no son éxitos de venta y sintonía, quedan tan bien logrados que merecen un puesto de honor, en caso de que se quisiera organizar una antología discográfica de cada época.
El porro, la cumbia, la salsa, la balada, el bolero, el bambuco y la guaracha han pasado por la garganta de Coronel, quien también se hace acompañar de los mejores músicos que tiene Colombia y la cuenca caribeña, sin que, al parecer, le importe mucho lo que se insinúe respecto a una posible inestabilidad de su parte para ubicarse en un solo género musical.
Ahora, por ejemplo, está estrenando Superstición, un disco compacto de once canciones en el que participaron músicos y compositores de prestigio, para quienes Coronel grabó en un estudio que compró en Estados Unidos e instaló en Barranquilla, con la intención de hacer lo que se le antoje; y después, comercializar el producto con el sello que le abra las puertas.
Pero esta noche no podrá cantar los temas de esa nueva producción, por dos razones. La primera: está recién publicada, y el llamado monstruo de mil cabezas aún no se familiariza con ella. Segundo: los organizadores del evento solo le dieron 30 minutos en los que tendrá que cantar unas tres canciones conocidas o hacer un compendio de sus mejores melodías, con el fin de remover las nostalgias de sus seguidores.
Lo último sería lo mejor. Pero ni el mismo Coronel sabe a ciencia cierta cómo se desenvolverá el espectáculo. Lo que sí tiene claro es que el público está compuesto en su mayoría por turistas del interior del país, quienes, durante varios meses, se acostumbraron a su presencia, su rostro, sus palabras y hasta su canto cuando trabajaba como uno de los presentadores y jurados del programa Factor X, de la programadora televisiva RCN.
Las luces se apagan. Se encienden con discreción y se disparan en chorros de diferentes colores que avivan el escenario. Coronel sale a la palestra vestido de blanco y exhibiendo la misma sonrisa de siempre, pero ya no enmarcada en el rostro del muchacho que recorrió Colombia pregonando un patacón pisao, sino en el de un veterano de mil guerras, que sabe a cabalidad por dónde le entra el agua al coco.
Ahora es la cara de un hombre que pasa de los 40 años, pero que mantiene intacta y magistral la voz que le ha puesto vida a cientos de canciones en más de tres décadas de historia musical.
Las trompetas quiebran la algarabía de los bailadores. Coronel se desdobla en una mescolanza de cumbias, porros y salsa que parece brotarle por los poros en forma del sudor que le hace brillar el rostro y le moja la ropa. Cuarenta minutos después, la orquesta queda sola, ejecutando una fanfarria que intenta complacer a la multitud ávida de otra tanda de canciones, pero el vocalista se aleja, salta de la tarima y se oculta en uno de los grandes salones del claustro, en donde lo esperan el descanso y la brisa artificial de un acondicionador de aire.
Iluminando con su resplandor...
Debido a la forma como habla y es capaz de narrar sus propias historias, Juan Carlos Coronel bien pudo ser presentador de televisión o de radio: casi no necesita preguntas y exhibe una memoria prodigiosa como para acordarse, verbigracia, de su nacimiento y crianza en la calle de La Sierpe, del barrio Getsemaní; de las incursiones artísticas de la cantante Mercedes Vargas, su madre; y de la colección de discos de música mexicana y afroantillana que conservaba Alfredo Coronel, su padre.
Cuando en Cartagena se conoció la identidad de la voz que lideraba las grabaciones de la orquesta El Nene y sus Traviesos, a lo mejor muy pocos recordaban que esa misma tesitura había sido la interprete de canciones anteriores como “El micrófono”, un son montuno con sello cartagenero, de la autoría de Hugo Alandete; y “El resplandor”, una cumbia compuesta por Joe Arroyo y que resultó siendo un poco más exitosa que la primera; y “La chismosa”, de Ramón Chaverra, que se robó el gusto de los amantes de la música folclórica.
Gracias a “Patacón pisao”, de Ramón Chaverra, Juan Carlos Coronel dejó de ser únicamente una voz para convertirse, asimismo, en la figura que se veía en las tarimas barriales y novembrinas de Cartagena, en los Carnavales de Barranquilla y en la televisión. Le decían El coronel de la salsa, no obstante su bien demostrada versatilidad para interpretar una variedad de ritmos caribeños, lo que terminó por imponerse con el correr de los años y el vaivén de las modas musicales.
En alguna ocasión se comentó que orquestas internacionales reclamaban su presencia para que fungiera de cantante líder, pero el recién famoso cantor decía estar interesado en proyectos personales con los que podría dar su aporte al magnánimo espectro de la música colombiana y latinoamericana.
Tal vez es por eso que en los últimos años se le ha visto recorriendo la salsa romántica, los ritmos caribeños fusionados con algo de jazz, las guarachas de Aníbal Velásquez, la música de Lucho Bermúdez, las baladas y los boleros, pero siempre anteponiendo su sello personal, con fortuna o sin ella.
Nadie le ha cantado al micrófono...
—Usted dice que siempre pensó en que sería artista, pero ¿en aquella época era fácil decidirse por tal destino?
—No mucho, porque el artista, sobre todo el músico, tenía el estigma social de que siempre se le asociaba con el licor, el sexo desenfrenado y las drogas. Por eso, cuando en mi colegio los compañeros decían que querían ser médicos, abogados o economistas, yo decía que quería ser ingeniero de petróleos, porque me imaginaba que si mencionaba lo de ser cantante no me iban a ver con muy buenos ojos.
Por eso mis papás, a pesar de que les gustaba mucho la música (además de que mi mamá era cantante profesional) trataban de preservarme para que me dedicara a otra cosa. Pero desde que estuve en el colegio supe que iba a ser músico, que iba a trabajar en las tarimas como artista. De hecho, en dos ocasiones representé a mi colegio en un festival; y después, representé al departamento de Bolívar en un concurso de la canción francesa, porque siempre he tenido facilidad para las lenguas extranjeras.
Pero creo que desde ese momento, cuando estaba cursando cuarto de bachillerato, tenía trazado mi rumbo profesional: el de cantante. Incluso, puedo decirte que ya era un profesional, porque me pagaban por hacerlo. A pesar de que apenas tenía unos 12 años, ya me contrataban en el Casino del Caribe, el Pierino Gallo, el Hotel Caribe y los yates Alcatraz.
—Con las tendencias musicales de sus padres, es fácil intuir que de ahí viene su habilidad para cantar de todo...
—Desde luego. Mi mamá, mientras se ocupaba de los quehaceres domésticos, cantaba de todo: boleros, música brasilera, música folclórica colombiana, etc. Eso se me fue impregnando de manera inconsciente. Pero luego, en los años setenta, vino una corriente de salsa muy fuerte, con artistas como Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Ismael Rivera, Ismael Miranda, Rubén Blades, etc. Recuerdo que mi papá hablaba de Héctor Lavoe como si fuera su primo, y eso también me marcó.
—¿Quiénes empezaron acompañándolo en las noches del Pierino Gallo?
—Como para esa época era un solista, es decir, no tenía mi grupo propio, me tocaba adaptarme a los músicos que encontrara en las diferentes partes donde me contrataban. Por ejemplo: en el yate Alcatraz me acompañaba Remberto “El Pollo” Sotomayor, quien tenía una orquesta de Turbaco; también actué con los hermanos Lezama, quienes tenían un grupo de pop y baladas tan reconocido en la ciudad, que todo mundo deseaba trabajar con ellos. Mi papá firmaba los contratos, y yo casi ni veía la plata.
—¿Ya para ese momento cantaba música tropical?
—No. Y es una cosa bien curiosa, porque yo no estaba pensando en ser cantante de salsa ni de ninguna expresión tropical. Siempre soñaba y me imaginaba en un escenario cantando baladas, como Roberto Carlos, Frank Sinatra, Nino Bravo o José José, los ídolos de ese tiempo.
Cuando ingresé al Grupo Casanova, mi trabajo era todos los fines de semana en el desaparecido estadero La piragua, cuyo exadministrador montó un sitio llamado Donde Guido, que era la competencia; y nos llevó para allá. En el Grupo Casanova interpretábamos baladas y música tropical. Las baladas corrían por mi cuenta; y la música tropical estaba a cargo de Nando Pérez.
Un día se enfermó Nando, y la gente comenzó a pedir música tropical. El bajista y el guitarrista me decían que la cantara, pero les respondí que no sabía de esa música. Ellos insistieron y les dije que me atrevía a cantar solo “Carmen de Bolívar”, que ya me la había aprendido escuchándosela a Nando. Esa fue la primera canción tropical que interpreté, pero detrás de una viga, porque me daba pena que me vieran cantando esa música.
Así transcurrió un periodo de seis meses en los que permanecimos alternando con Wady Bedrán, quien tenía un conjunto de acordeón. Un día, Wady me dijo que yo tenía talento y que me iba a poner a grabar, pero no le creí, aunque mi sueño dorado era entrar a un estudio de grabación y conocer ese mundo, que para mí era como un ovni.
Otro día se me presentó con un tiquete aéreo y me dijo: “Aquí te traigo lo que te prometí. Esto es para que vayas a Medellín y grabes con la disquera Fuentes. Allá te está esperando el señor Isaac Villanueva.”
—¿Cómo le cayó la noticia a su familia?
—Se formó otra revolución, porque mi mamá se opuso. Me dijo que ese mundo de las grabaciones era de perdición y de drogas. Y yo le replicaba que me dejara aprovechar esa oportunidad, pero ella insistía en que me olvidara de eso. Mi papá empezó a persuadirla y ella cedió, aunque el día del viaje pensé que se había arrepentido del permiso, porque empezó a llorar y me echó mil bendiciones.
Pero todo bien: Isaac Villanueva me estaba esperando y me llevó a los estudios de Fuentes, en donde a la primera persona que vi fue a Fruko. Casi me desmayo, porque yo lo había visto en las carátulas de los discos y había gozado las canciones que grabó con Joe Arroyo, pero me parecía increíble que lo tuviera al frente mío.
Isaac Villanueva me tomó por el hombro y le dijo a Fruko: “Oye, Julio, este es el nuevo talento que tenemos. Te lo traigo para que le hagas una prueba.” En ese momento Joe Arroyo acababa de separarse de Fruko y éste acababa de grabar un L.P con el grupo Afrosound en el que había una canción de Isaac, quien me dijo:
—Ven para que oigas la melodía, te la aprendas y cantes como si estuvieras allá en Cartagena.
—No, no, yo lo que quiero es grabar baladas—, le respondí.
—No te preocupes. Esto es nada más para hacerte una prueba.
Me pusieron la canción “Salomé”, que tenía una melodía fácil. Me puse los audífonos y la canté completica. Cuando Fruko la escuchó, me abrazó y dijo que me quería para su orquesta. Después dijo Villanueva que la canción iba a salir tal como yo la había cantado, que no le iban a hacer ningún arreglo. Y ese fue mi primer gran éxito, sobre todo en el interior del país.
Antes de regresarme para Cartagena, Fruko me dio las pistas de otras tres canciones para que me las aprendiera y las incluyera en el L.P. que salió más tarde. Se llamó “Fruko el genio”. Ahí participé con cuatro canciones. Todavía lo conservo como una reliquia.
—¿Cuáles fueron las otras canciones?
—Allí fusilamos una canción que ya había grabado Boby Valentín con Carlos “El cano” Estremera. Se llama “Qué te pasó”. También grabé una cosa que se llama “Mosaico santero”, que habían grabado Celina y Reutilio. Eso lo hice en un solo día y en medio de una felicidad que no me cabía en el cuerpo.
Tiempo después, cuando estaba en Cartagena, cantando con Blas “El Michi” Sarmiento, en el bar Tormentín, del piso 21 del hotel Las velas, llegó Víctor “El Nene” del Real, quien necesitaba un cantante para que fuera a cantar a Barranquilla con la orquesta de Adolfo Echeverría.
Mi especialidad seguían siendo los boleros y las baladas, pero cuando llegó El Nene, a pesar de que ya estábamos cansados y a punto de finalizar la actuación, le dije a El Michi que cantáramos una salsa para que nos oyera. Cuando El Nene me oyó cantando, enseguida me dijo que nos fuéramos para Barranquilla. Yo le conté el trajín con mi mamá para que me dejara ir a Medellín, pero él insistió como tres meses. Me llamaba por teléfono y me iba a visitar, hasta que logró convencer a mi mamá.
—¿Y cuánto duró con Adolfo Echeverría?
—Dos años. Nunca grabé con él. Pero al mismo tiempo sucedió que el disco que grabé con Fruko se pegó tanto que me invitaban a conciertos en Panamá, Ecuador, Venezuela y en el interior de Colombia, pero mis papás nunca me dieron el permiso.
Estando con Adolfo, Carlos Piña nos vio cantando y nos preguntó a mí y a El Nene que por qué no armábamos un grupo y grabábamos. De ahí surgió la idea de conformar El Nene y sus Traviesos.
Ahora que lo recuerdo, la cosa fue un poco traidora de parte y parte, porque El Nene tenía su compromiso con Adolfo, pero por debajo de cuerdas iba haciendo su propio trabajo discográfico. Yo, por mi parte, tenía un contrato exclusivo con Fuentes y me fui para Medellín a firmar otro con Codiscos.
Al poco rato se armó una guerra jurídica entre las dos disqueras, por mi exclusividad. Pero la verdad era que yo no quería seguir grabando con Fruko, porque me interesaba más ser la voz líder de un grupo que estar de segundón. Ahí fue cuando grabamos “El resplandor”, un disco que desde que salió fue cobrando sintonía, a pesar de que los chachos de la película eran Juan Piña y Joe Arroyo.
Ese era un enredo del carajo, porque yo estaba pegando en Barranquilla con la orquesta de Fruko y también con “El resplandor”, pero pertenecía a la orquesta de Adolfo Echeverría; y en ésta tocábamos los discos que había grabado con El Nene. Después vino “Patacón pisao” y la cosa fue peor. El acabóse.
—Y esa es una muestra de que no estaban preparados para ese éxito...
—Ninguno de nosotros estaba preparado para lo que trajo ese L.P. Aunque, desde el principio, supimos que “Patacón pisao” iba a ser un éxito. De hecho, cuando llegamos a Codiscos a grabar esa canción, Juancho Álvarez nos dijo que se había enterado de que la teníamos, pero lo decía aparentando poca fe, como que no le tenía confianza a la cosa. A eso le agrego que él siempre me estuvo ofreciendo trabajo en su orquesta, pero como corista. Y sigo pensando que el ofrecimiento era como para amarrar el león a la pata de la cama, porque presentía que veníamos con todo.
Pero esa canción se nos salió de las manos. El L.P. se publicó en septiembre; y en diciembre, ya era la canción más sonada en todo el país. Hicimos todos los especiales con Jorge Barón y con Armando Plata Camacho. Pero la cosa era complicada, porque Adolfo Echeverría ya me había retirado de su grupo, ya que me consideraba un elemento inmanejable. Entonces, yo estaba en Cartagena solo, sin atreverme a armar un grupo; y El Nene seguía trabajando con Echeverría.
Lo siguiente fue que me reuní con El Nene y nos pusimos un ultimátum. Le dije que armáramos el grupo o me vería obligado a emprender alguna empresa yo solo. Me dijo, entonces, que hasta el 31 de diciembre de ese año, 1985, estaría con Echeverría, para que arrancáramos a trabajar en enero del año siguiente.
La primera presentación que hicimos fue en Sanabanalarga (Atlántico). Esa vez tocamos 20 veces “Patacón pisao”. Teníamos una agenda copada casi por un año. Recorrimos Colombia, Estados Unidos y parte de Latinoamérica.
—Aún así, recuerdo que la unión no duró mucho...
—En efecto. Con el éxito empezaron las desavenencias, los desacuerdos, las peleas. Yo era un menor de edad con poca experiencia; y los demás, músicos veteranos, ya tenían armada una especie de “rosca” en la que yo no cabía. Debo aceptar también que el éxito nos mareó un poco y, por la falta de un manager que se encargara de administrar todo eso, las cosas se nos salieron de las manos. Alcanzamos a grabar unos cinco long plays; y después, me retiré.
Más allá de todo...
—Cuando decidió retirarse de Los Traviesos, ¿ya tenía pensado el paso siguiente o fue una salida intempestiva?
—Lo que recuerdo es que tenía muchas ganas de salirme del grupo, y todavía sigo pensando que continuar en él hubiese sido un error mayúsculo.
Un tiempo después fue cuando comencé a pensar en hacer algo que estuviera lejos de lo que había hecho con El Nene. Buscaba otro sonido y otra rítmica, pero también quería que El Nene no se sintiera invadido, porque nos teníamos mucho respeto, aunque duramos mucho tiempo sin vernos y sin hablarnos.
De otra parte, había una demanda con Codiscos, y no podía grabar con nadie más. Pero me hicieron una propuesta para que retomáramos el contrato y para que yo firmara otro como solista y tomara las riendas de mi carrera. Ahí me di cuenta de que era esa la oportunidad que andaba buscando. Quería hacer salsa romántica y busqué a Rey Arturo González, quien tenía esa misma inquietud.
—En esa unión también fue determinante la presencia del compositor Luis Lambis...
—Tengo el orgullo de ser el primer intérprete de las canciones de Luis Lambis. Fui yo quien lo descubrió cuando andaba con un cuadernito debajo del brazo, y nadie le creía. Y recuerdo que en el primer disco le grabamos cinco canciones. En el segundo álbum, y por decisión mía, todas las canciones eran de Lambis. Él era para nosotros como el estandarte, el estilo de la nueva salsa. Desde ahí comenzaron a lloverle propuestas de Sergio George, Tito Nieves, José Alberto “El canario” y Tito Gómez, entre otros.
—Lo curioso es que con ese éxito usted no insistió en la salsa, sino que pasó a la balada...
—Bueno, eso tiene su razón. Una vez estábamos en el programa televisivo de Producciones JES, en donde el señor Julio E. Sánchez Vanegas comenzó a hacer la presentación y dijo: “Señoras y señores, con ustedes, el puertorriqueño Juan Carlos Coronel”. Enseguida lo corregí y le dije que yo era cartagenero. Tal vez se confundió, porque en ese momento los protagonistas de la salsa romántica eran los cantantes de Puerto Rico. Comenzamos a grabar de nuevo, él corrigió la presentación y todo salió bien. Al final de la sesión, me dijo que le habían gustado mi voz y mi estilo y me pidió mis datos.
Un día recibí una llamada suya diciéndome que él era el presidente de la OTI (Organización de la Televisión Iberoamericana). Me explicó que todos los años, ellos hacían unas eliminatorias para escoger al representante colombiano ante esa organización para que compitiera con 24 países en Acapulco, México. “Nos gustaría que fueras tú”, me dijo. Le respondí que aceptaba, pero que no quería participar en ninguna eliminatoria, sino que me nombraran de una el representante por Colombia.
El señor Sánchez Vanegas aceptó y enseguida contacté al pianista turbaquero Conrado Marrugo, quien tenía una balada que se llamaba “Concejo”, pero yo le cambié el título por “A mi hijo”. Le dije que me la diera para presentarla en la OTI, y aceptó.
Después se me presentó una experiencia bien amarga: me fui a Bogotá. Allá me recomendaron a un señor (no recuerdo su nombre) que me hizo los arreglos y, cuando llegué a Acapulco, esos arreglos estaban incompletos. Al señor le negaron la visa, y tuve que presentarme solo. Pero todo terminó bien, porque me gané el segundo lugar. Esa vez me pagaron 20 mil dólares, diez para mí y diez para Conrado Marrugo.
—Tengo entendido que Codiscos tampoco colaboró mucho con la causa...
—Eso es cierto. Les pedí ayuda para ir a México, pero nunca me colaboraron. Por eso me sorprendí tanto cuando regresé a Colombia y me encontré una cantidad de afiches que decían: “Bienvenido Juan Carlos Coronel, segundo puesto en la OTI”. Esa fue una cosa bastante oportunista de parte de ellos.
Antes de irme para el concurso, había dejado grabada con Rey Arturo una canción de Luis Miguel llamada “Más allá de todo”, por la que nos invitaron a la Feria de Cali, y nos encontramos con que esa había sido nombrada la canción de la feria, por lo pegadísima que estaba. También fuimos a cantar a un lugar llamado Carnaval del Norte, en donde alternamos con Oscar de León, los hermanos Rosario, Sergio Vargas, Guayacán y el Grupo Niche.
La primera noche fuimos los encargados de abrir el espectáculo; y fue tal el éxito de la presentación que la gente no nos dejaba bajar de la tarima. Como eran cinco conciertos en los que estábamos programados, el empresario decidió que de ahí en adelante actuaríamos en la mitad de cada concierto. Y así fue como nos inventamos eso de bajar de la tarima con un micrófono inalámbrico para regalar rosas entre el público. Fue una experiencia extraordinaria.
Aún así empecé a darme cuenta de que ya con la salsa no estaba pasando nada, que me estaba volviendo repetitivo. Y decidí cambiar.
Y todos quieren bailar este ritmo...
—¿Y cómo fue ese cambio?
—Se presentó cuando estaba grabando la última producción de salsa con Rey Arturo. Eso fue en Medellín. Una noche, en el Palacio de Exposiciones, iban a presentar al maestro Lucho Bermúdez. Ese día terminamos la sesión de grabaciones como a las 7 de la noche; y yo, en vez de irme para el hotel, me fui a ver la presentación del maestro Lucho. Recuerdo que lo presentaron a las 10 de la noche, la hora que él había escogido, porque estaba muy delicado de salud. Vi que costó un trabajo tremendo subirlo a la tarima, pero se repuso y tocó su clarinete con tanta soberbia que la gente se agitaba oyendo canciones como “Caprichito”, “Carmen de Bolívar” y demás éxitos.
Yo también salí emocionado de ese concierto; y el lunes, cuando volví a Codiscos, le dije a Fernando López, uno de los directivos: “tengo una propuesta que ojalá te guste: quiero grabar un disco de Lucho Bermúdez”. Todos se rieron, y me preguntaban que si estaba loco.
Seguí insistiendo, y hasta sugerí que Carlos Piña fuera quien me acompañara en ese proyecto. Es más, propuse grabar el disco únicamente por las regalías, no cobraría por la grabación. Cuando dije eso, Fernando López y Carlos Piña se miraron. Fernando le preguntó al maestro Piña que cuánto costaría ese disco; y este sacó la cuenta según la cantidad de instrumentos, y lo que nos salía era una big band.
También sugerí que en uno de los temas se invitara a Matilde Díaz, pero ella dijo que no quería participar sino protagonizar el disco y tenerme como invitado. La descartamos. Y el paso siguiente fue transcribir los arreglos y establecer los tonos.
Después de eso me fui de gira, pero cuando regresé encontré que Carlos Piña me había cambiado todos los tonos. Cuando le pregunté por qué, me explicó: “es que como quiero basarme en los arreglos originales, no puedo dejarlo en los tonos que tomamos primero, porque las trompetas perderían brillo. Es decir, tienes que cantar en el tono de Matilde Díaz para que el disco suene muy parecido”.
Entonces recuerdo que me tocó adaptarme a los tonos, que son bastante complicados, pero los alcancé.
—Se hizo el disco de Lucho Bermúdez, pero ¿qué pasó con el de Rey Arturo?
—Pasó que salieron juntos al mercado, pero el de Lucho Bermúdez opacó al de salsa. El del maestro Lucho se publicó en septiembre de 1994. En septiembre y octubre ya no había disco, porque se prensaron cinco mil que se agotaron en un abrir y cerrar de ojos.
El disco estaba pegadísimo en todas partes y empezaron a llamarme para presentaciones, más que nada en la Región Caribe. Fue el disco de los carnavales de Barranquilla, en enhorabuena, porque yo estaba comiéndome un cable bien largo con Rey Arturo. Figúrate que tocábamos una vez cada seis meses. Le debía dinero a todo mundo. Pero surgió la oportunidad de que armara la orquesta con Carlos Piña, porque me estaban llamando de la Feria de Cali y de muchas fiestas privadas.
Y ahí fue cuando le dije a Rey Arturo que tenía que retirarme de la orquesta para irme con Carlos Piña. El hombre se indignó, porque no podía aceptar que yo abandonara la salsa para meterme con la música tropical colombiana. “¿Y yo qué pinto ahí?”, me preguntó. Le dije que le quedaban dos cosas: tocar el trombón o el bajo, pero que el director era Carlos Piña.
—¿La orquesta la puso Carlos Piña?
—Hubo que formar una nueva, pero fue todo un lío, porque ya se estaba acercando la Feria de Cali, y casi todos los músicos estaban ocupados. Entonces, algunas veces me tocaba tener dos trompetas distintas en cada concierto. A veces Carlos Piña no me acompañaba, por estar ocupado en otras actividades.
Pero un día me dijo que aunque le gustaba trabajar conmigo, debía abandonar el cargo, porque tenía otras responsabilidades que le quitaban tiempo. “Esto es tuyo —me dijo— sigue adelante”. Me tocó entonces echar mano de la experiencia que había adquirido durante ese tiempo y, poco a poco, fui armando mi orquesta hasta que la tuve bien sólida. Esa vez alterné con los salseros del momento en la Feria de Cali y barrí con todo. La música de Lucho Bermúdez estaba imponiendo su casta. Al año siguiente, 1995, fui el rey de los carnavales de Barranquilla.
—Pero tanto éxito con la música de Lucho Bermúdez, debió tener alguna repercusión en la visión comercial de Codiscos...
—Por supuesto. Ahí fue cuando surgió la idea de llamar al actor Moisés Angulo para que grabara música de papayera. El proyecto fue de Ramón Mejía y Ramón Benítez. Moisés venía grabando dizque tanguerenge y una cantidad de vainas raras; y evidentemente no tenía la experiencia para cantar y grabar música de papayera. Por eso, “Fusión”, la primera producción, en donde incluyeron el tema “Compadrito”, lo canté yo para que Moisés tuviera mi voz como guía y se aprendiera las canciones. Y eso no lo sabe mucha gente.
El disco de Moisés, desde que salió al mercado, fue tremendo éxito. Es decir, Codiscos tenía en la calle dos batazos: la música de Lucho Bermúdez y la de papayera. Fue en ese momento cuando me dije que de ahí en adelante yo mismo iba a manejar mis proyectos y a seguir siendo solista. Tengo entendido que el homenaje a Lucho Bermúdez, grabado por mí, es el más vendido de Codiscos en toda su historia.
Sobre la arena mojada, bajo el viejo muelle...
—Hablemos de la unión con Juventino Ojito y la orquesta Atlántico Norte...
—Después que Carlos Piña me dijo que no podía seguir como director de mi orquesta, me tocó llamar a Juventino, excelente músico barranquillero.
En ese momento, yo casi tenía un pie en Barranquilla, porque la verdad es que ahí era en donde más hacía presentaciones y contactos. Es decir, empecé a sentir que Barranquilla era el epicentro artístico de la Región Caribe y que desde allá era en donde tenía que canalizar mi carrera, porque siempre le tuve aversión a Bogotá. Y decidí establecer del todo mi hogar en esa ciudad.
“Abrazando mi cultura” se llamó el compacto que grabé con Juventino, una producción que se fue haciendo por el camino y, al final, se nos salió de las manos. La grabamos en la disquera BMG. Yo mismo no me di cuenta en qué hora lo hice. La cosa me envolvió tanto que cuando la escuché, no creía que yo había hecho eso. Después, no la volví a escuchar. Es un disco con arreglos muy elaborados, diferentísimo de la línea comercial que yo traía. Mucha gente me dice que le gustó, pero yo no lo he vuelto a escuchar.
Cuando lo terminamos de grabar, tuvimos que sacar cinco canciones que tenían unos arreglos complicadísimos. Entonces, incluimos “Lamento naufrago” y otros temas más digeribles para el común de la gente. Sin embargo, en la radio estigmatizaron el disco, dizque porque nadie iba a escuchar eso. Y nunca lo programaron.
Ahora considero que ese disco fue un divorcio abrupto entre lo que hice con la música de Lucho Bermúdez y lo que hice con Juventino Ojito. Quise cambiar, pero creo que me fui muy al extremo.
—¿Por qué no siguió con el maestro Ojito?
—Hubo desacuerdos y tuvimos que terminar la unión, mas no la amistad. Aparte de eso, quedé amarrado a un contrato con BMG, antes de que fuera absorbida por la Sony Music. Entonces, Rafael Mejía me preguntó que qué tenía en mente para cumplir con el contrato. Le dije que quería algo con arreglos fáciles, sencillos. Y empezamos a tirar cabeza a ver qué se podía a hacer.
Un día me preguntó que si me gustaba la música de “La sonora matancera” y yo le dije que sí, pero que sobre todo los boleros. Enseguida empezamos a recopilar los temas de Bienvenido Granda, Leo Marini, Celio González, Nelson Pinedo, Boby Capó y Carlos Argentino, etc. El título de “Tributo romántico” me lo inventé yo.
En la palma de la mano la gitana lo leyó...
—¿Quién fue el encargado de los arreglos en “Tributo romántico”?
—Para ese disco contactamos a Sergio George, quien para esa época, 1997, vivía en Nueva York. Dijo que podía hacer el disco, pero que debíamos darle una espera de unos ocho meses, porque estaba muy enredado con la producción de “La combinación perfecta” y otros proyectos.
Consideré que el plazo era muy largo, y le dije a Rafael Mejía que yo conocía a la persona que podía hacer los arreglos iguales a los de la Sonora. Era el barranquillero Hugo Molinares. Un día, los tres nos reunimos en el Hotel El Prado y le explicamos a Rafa el proyecto. Él aceptó y comenzamos a trabajar durante los meses de abril y mayo. El disco salió a finales de junio; y en agosto, ya tenía más de cien mil copias vendidas.
Para resumirte el cuento: cuando BMG-Estados Unidos se interesó en el disco, fue la catapulta para que me recorriera toda América, lo que me hizo reflexionar que, sin duda alguna, mi vida era el bolero. “Tributo romántico” llegó casi al millón de copias vendidas.
Recibí disco de platino en Puerto Rico, doble disco de oro en Estados Unidos, disco de oro en Argentina, México y Uruguay. En fin, toda América me la recorrí con ese disco. Hice muchas giras de conciertos. Fuimos a Los Ángeles, al House of blues (La casa del blues), un escenario en donde solo presentan a las figuras del jazz.
Esa noche me tocó alternar con Albita Rodríguez. Empecé a tocar guarachas y boleros y la gente se entusiasmó tanto que comenzaron a salirme propuestas para Ecuador y para todos lados.
—Luego vino “Memorias del alma”, otro compendio de boleros. ¿Cómo le fue?
—Vendí un poco menos que con el anterior, pero era para acabar el contrato con BMG, que ya se estaba disolviendo. Entonces, me fui para Puerto Rico y allá grabé otra producción con Diego Galé y toda la gente de El gran combo y de Gilberto Santa Rosa. Ese disco se llama “Un mundo para dos”, en donde se incluyó la canción “La nena”, del difunto Jaime “Pico pico” Villanueva. Entre otras cosas, es la única salsa que está en el disco. Lo demás es bachata y un poco de vainas raras.
—Allí terminó el proceso con BMG...
—Sí. Después conversé con un amigo, el venezolano, Ilan Chester, para mí el músico más importante que ha tenido la música de Venezuela. Siempre he sido su admirador. El día en que nos conocimos, me invitó a su casa en Miami y me empezó a mostrar una serie de canciones que pensaba entregar a varios artistas internacionales. Entre esos, Luis Miguel.
Ése día me invitó a almorzar y después se puso a tocar el piano, para acompañarme a cantar sus propias canciones. Ahí fue cuando le dije, “maestro, yo quisiera grabar uno de sus temas. ¿Por qué no me da uno?”.
Y él me dijo: “no te lo doy, porque tú estás desperdiciando algo bueno que tiene Colombia, que son los bambucos, los pasillos y mucha de la música del interior del país. Esa música es hermosa. Yo quisiera ser colombiano para grabarla. Estoy grabando algo que se llama “Cancionero del amor venezolano”. Tú deberías hacer algo que se llame “Cancionero del amor colombiano”.
Entonces fue cuando me acordé de canciones como “Espumas”, “Yo también tuve 20 años”, “Cuando voy por la calle”, etc. Y me surgió la idea de hacer esas grabaciones, con el acompañamiento de Ilan, pero él no podía. Le conté a Rafael Mejía lo del proyecto y nos unimos con Miguelito Char y decidimos hacer el disco. Nos lo produjo un señor llamado Carlos Franco, tremendo músico y productor colombiano, quien ha grabado requinto y guitarras para Alejandro Fernández y otros artistas internacionales.
Cuando el disco salió, nos fue muy bien, a pesar de que ya se estaba metiendo la piratería; y llegamos a los 50 mil copias vendidas. Pero fue porque no le dimos tanto carácter andino a las canciones, sino que las universalizamos. La idea era que un pasillo o un bambuco no le fuera extraño a una persona de la Región Caribe colombiana.
A bailar sabroso, sabrosito...
—¿Cómo fue ese salto de los bambucos a las guarachas de Aníbal Velásquez?
—Después de los bambucos me quedé un poco quieto, porque ya estaba cansado del manejo de la mayoría de las casas disqueras, pero se presentó la oportunidad de volver a Fuentes e hicimos un contrato en el que puse muchas condiciones, con lo que recibí un 25% de regalías. En principio quise hacer un solo disco, a ver qué pasaba, pero ellos sugirieron que dos, y firmamos por esta última cantidad.
Los dos discos se grabaron con Chelito de Castro en el acordeón, que resultaron importantísimos, sobre todo a nivel de nuestra Región Caribe. Primero grabamos el mosaico “Guarachando”, pero en ese mismo disco incluimos “Cora, cora” y “Sin tu cariño”, que fue un himno en Medellín. Recuerdo que entre 2001 y 2002 no tuve fechas desocupadas.
Luego vino “Guarachando con el Coronel”, un disco que hicimos con más mística que el anterior, pero me llevé la decepción del siglo, porque el día que lo iban a mezclar Discos Fuentes no quiso que ni Chelito ni yo estuviéramos en el estudio. Pero esa mezcla fue un desastre. Parece que la persona que buscaron para que mezclara como que me tenía odio. Y ese fue el detonante para que dejara ese proceso de ser un artista local, de estar detrás de la senda de otros y dejándome explotar. Dije que me iba a organizar. Y lo hice.
—Hablemos de ese proyecto de vida...
—Recordé entonces que tenía un dinero ahorrado de mis años de trabajo, con el que podría materializar ese proyecto, con mi propio estudio y mi propia disquera, porque las grandes empresas fonográficas venían en declive, por la piratería, que, paradójicamente, le dio paso a los productores independientes.
Con este cuento de la tecnología, esos productores se dieron cuenta de que podían hacer sus propios estudios en un garaje y ponerse a crear cosas. Yo también dije que iba a tener mi propio estudio.
Lo primero fue irme para Miami a ver equipos y pensé en comprarme uno pequeño para pre producir. Pero después de ver el de Emilio Estefan y el de Kike Santander, me dije que haría uno con todos los hierros. Me vine a Colombia, planifiqué, hice presupuesto, invertí mucho dinero y ahora el mío, Don Juan Estudios, es uno de los buenos estudios de Colombia. Lo tengo en Barranquilla.
—Y en cuanto a su música, ¿qué determinación tomó?
—En cuanto terminé de armar el estudio empecé a pensar en lo que iba a hacer, cómo lo iba hacer y cómo lo quiero grabar. Y surgió “Superstición”, un disco que tiene un proceso de tres o cuatro años y lo hice como cinco veces, con arreglos de Alberto Barros y de otro poco de gente, pero no me gustaba y lo borraba.
Se botó mucho dinero, pero siento que para poder llegar al punto de ese disco tuve que pasar por ese proceso.
—Pero supongo que debió tener sus asesores...
—Sí los tuve, pero siempre poniendo de presente que todo lo que se hiciera iba a ser con mis ideas. Si me iba a equivocar, me equivocaba yo solo, pero no bajo la sombra de un productor.
Por eso me reunía con gente como Alberto Barros, Martín Madera, Carlos Huertas, Toby Tobón y Sergio George. Comenzamos a hacer el disco y es aquí en donde me descubro. Es una satisfacción reflejar lo que estoy sintiendo y experimentando con el bagaje de tantos años. Surgió lo del “Folcloroner”, que no es más que el folclor visto desde mi perspectiva, desde mi lente.
—¿Podríamos ubicarlo en el saco de las fusiones?
—No. Más bien es un híbrido que he descubierto, pero no tiene nada que ver con el tropipop. Yo nunca he sido un cantante de moda, ni pretendo serlo. Soy un artista consolidado al que le gusta dar pasos, equivocarse y edificarse en la equivocación y estar en la búsqueda.
Me quiero convertir en un clásico de la música colombiana, algo así como Celia Cruz u Oscar D’ León. Por eso me proyecto lejos, ya que si quieres volar como las águilas, no puedes andar con los pavos. Y espero que Dios me permita hacer siquiera el diez por ciento de lo que deseo.
Diciembre 2008