Era un dia cualquiera....

Itagüí: cuando un perro sobrevive y un joven muere


De Itagüí a Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena: la inseguridad que ni las murallas esconden

Un joven de 19 años paseaba a su perro en Itagüí. Era un día cualquiera, sin agenda política, sin deudas criminales, sin peleas de esquina. Caminaba como lo hacemos todos, con la rutina simple de la vida cotidiana. De repente, un habitante de calle, sin mediar palabra, se acerca por detrás y prácticamente lo degüella. El perro sobrevive; el joven muere. Y con él muere también una parte de nuestra ya frágil confianza social.

Lo irónico –y lo insoportable– es que en Colombia hoy no se necesita un motivo para ser asesinado. Ya no hablamos de ajustes de cuentas, venganzas políticas o guerras entre bandas. La violencia ha alcanzado un nivel más absurdo: basta estar vivo para ser víctima. No hay razones, no hay móviles, no hay sentido. Es la indiferencia hacia la vida llevada al extremo: la muerte gratuita, la muerte banal.

Entre la protección y el vacío de responsabilidad

La Corte Constitucional, en la Sentencia T-428 de 2022, recordó que los habitantes de calle son sujetos de especial protección constitucional. El Estado, la familia y la sociedad tienen un deber de solidaridad con ellos. La Ley 1641 de 2013 obliga a los entes territoriales a formular políticas públicas de atención integral. Y no se trata de caridad, sino de garantizar derechos básicos: salud, vida digna, inclusión.

Pero ¿qué ocurre cuando esa protección no se acompaña de responsabilidades claras? Las obligaciones de los habitantes de calle no aparecen expresamente en las leyes. Se asume que la sociedad les debe todo y que ellos, en medio de su vulnerabilidad, no tienen más deber que sobrevivir. Sin embargo, su libertad no puede convertirse en un salvoconducto para afectar la vida de otros. El derecho a la dignidad no se opone a la obligación mínima de no dañar.

Aquí está el vacío: el Estado proclama derechos pero no regula responsabilidades mínimas de convivencia para esta población. Y la sociedad, resignada, tolera el pequeño delito de semáforo, el hurto de esquina, la intimidación en mercados y cruces peatonales. Hasta que, como en Itagüí, la espiral de tolerancia desemboca en lo intolerable: el asesinato absurdo de un joven inocente.

Conviene aclarar que no todos los habitantes de calle son iguales. Muchos sobreviven en condiciones durísimas manteniendo una convivencia pacífica y un comportamiento respetuoso hacia la sociedad. Sin embargo, lo que se ha instalado es una sensación de intimidación generalizada: la percepción de que en cualquier esquina, en cualquier semáforo, puede surgir el riesgo, y de que el Estado ha dejado sola a la ciudadanía frente a ese temor. Y en medio de ese abandono, esta población ha sido usada con frecuencia como carne de cañón o escudo de la criminalidad, instrumentalizados por redes ilegales que aprovechan su vulnerabilidad para fines que los deshumanizan aún más y ponen en riesgo a toda la sociedad.

Una realidad que no es solo de Itagüí

Lo ocurrido en Itagüí no es un hecho aislado. Esa sensación de miedo, de que en cualquier esquina puede aparecer un riesgo, se repite en todas las ciudades del país. En Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla por ejemplo, la intimidación y atracos en calles, parques y semáforos se ha vuelto parte del paisaje urbano con un toque de indiferencia social o temor. Y en Cartagena, la situación es aún más paradójica: sectores críticos como el mercado de Bazurto, o lugares insignes y mundialmente reconocidos como el Centro Histórico y la ciudad amurallada, conviven con la misma problemática.

La ironía es hiriente: la postal turística que se vende al mundo —carrozas, murallas iluminadas, balcones coloniales— contrasta con la inseguridad cotidiana que padecen residentes y visitantes. Cartagena puede aparecer en los catálogos internacionales como un destino de ensueño, pero basta salirse de la ruta turística para encontrarse con otra ciudad: una donde la vulnerabilidad social, la delincuencia menor y la intimidación callejera marcan la vida diaria. Ese doble rostro no solo erosiona la convivencia, sino que desnuda el fracaso del Estado en proteger tanto al ciudadano local como al visitante extranjero.

Todos tenemos derechos, pero también deberes

Hay una verdad elemental que pareciera olvidarse en el debate público: todos, sin excepción, tenemos derechos, pero esos derechos siempre conllevan una carga de responsabilidad hacia los demás. Nadie puede reclamar protección sin aceptar, al mismo tiempo, la obligación mínima de respeto. La libertad de uno encuentra su límite en la dignidad y seguridad del otro.

Este principio es universal y debería ser igualmente exigido. La Constitución no establece ciudadanos inmunes a la convivencia, ni excusas para desconocer el valor de la vida ajena. El habitante de calle, como cualquier persona, tiene derecho a la salud, al alimento, a la inclusión social; pero también tiene la obligación implícita de no atentar contra la vida y la tranquilidad de la sociedad que lo protege.

La banalidad del mal en las calles

Hannah Arendt lo advirtió: “Lo más temible no es el mal radical, sino la banalidad del mal.” El asesinato de Itagüí no es un hecho aislado, es un síntoma. Un mal que ya no requiere motivaciones estructurales sino apenas la oportunidad de un instante. La vida del otro deja de tener valor. Camus diría que este es el absurdo en su estado puro: la confrontación entre nuestra necesidad de sentido y la irracionalidad brutal del mundo.

Hoy la sociedad colombiana siente impotencia. Porque en cada madre que llora a su hijo degollado sin razón, se refleja nuestra propia fragilidad. Porque sabemos que mañana puede ser cualquiera: usted, yo, su hija, mi vecino. La pregunta ya no es por qué mataron, sino quién será el próximo al que le toque la lotería macabra de una muerte sin causa.

El reproche al Estado y a la sociedad

El Estado colombiano se ufana de tener políticas públicas para los habitantes de calle, pero son programas piloto, dispersos, insuficientes, con más diagnósticos que resultados. Falta una política real de prevención del delito y control efectivo, que incluya salud mental, tratamiento de adicciones, procesos de resocialización y, sí, también mecanismos de protección de la sociedad frente a quienes representan un riesgo inminente.

La sociedad, por su parte, ha optado por la resignación. Hemos normalizado la mendicidad agresiva, el consumo abierto de drogas, la intimidación en los cruces de ciudad. Y mientras nos acostumbramos, el mal crece. La indiferencia no solo mata a las víctimas: mata también a la conciencia colectiva.

Reflexión final

La muerte de este joven en Itagüí es más que un homicidio: es la metáfora de la muerte de la sociedad. Porque cuando vivir en paz se convierte en un privilegio azaroso, cuando el simple hecho de pasear un perro puede costar la vida, lo que se ha roto no es solo una familia, sino el pacto social entero.

Sí, habrá un proceso judicial contra el habitante de calle. Sí, podrá ser condenado o declarado inimputable. Pero el resultado es siempre el mismo: una madre con un hijo muerto, una sociedad con miedo y un Estado que sigue sin asumir que proteger no es lo mismo que permitir.

La pregunta que deberíamos hacernos hoy es simple y brutal: ¿queremos seguir siendo un país donde la vida vale tan poco que la muerte puede llegar sin motivo alguno?

La respuesta exige una transformación