No se trata de generalizar, pero una parte considerable de la prensa “industrial” —esa que por esencia y oficio debería ser el perro guardián de las instituciones— ha preferido convertirse en el gato cómodo y complaciente de la élite

El silencio de los cínicos


Durante largos meses, el presidente Gustavo Petro ha venido advirtiendo, de forma clara y directa, sobre la existencia de fuerzas oscuras que conspiran contra su mandato. Hoy, esa advertencia deja de ser una hipótesis y toma forma como una realidad palpable. 

        En esta conjura se entrelazan sectores de la ultraderecha nacional, empresarios aferrados a nostalgias autoritarias, estructuras de la delincuencia organizada y redes criminales de alcance transnacional. A ello se suman operadores ideológicos vinculados con la nueva extrema derecha que, cada vez con mayor evidencia, ha capturado resortes clave del poder político y mediático en Estados Unidos. 

Es un amasijo de infamias donde cada actor nacional implicado ha cruzado la línea, convirtiéndose en un delincuente más, en un traidor al mandato popular y a la idea misma de República. Y, sin embargo, a pesar de la gravedad del momento, las alarmas de la nación siguen apagadas, como si el país no quisiera —o no pudiera— reconocer que el asalto ya está en marcha.

Petro no ha susurrado su aviso en pasillos ni la ha dejado caer como insinuación. Lo ha dicho de frente, en público, con nombre y apellido, y con la contundencia de quien sabe que el poder no es un juego limpio. Sin embargo, lo que ha seguido es una reacción vergonzosa por parte de los medios de comunicación: silencio, muecas de escepticismo, y titulares que coquetean con la patologización de su palabra.

Mientras se agita el debate jurídico algunos sectores desempolvan el artículo 109 de la Constitución para usarlo como garrote legal —no como garantía democrática sino como ardid técnico para truncar un mandato legítimo—, la prensa observa en silencio o, peor aún, contribuye a normalizar la emboscada institucional con titulares tibios y análisis perezosos. 

Esta prensa —que dista mucho de aquella valiente y sacrificada que enfrentó al narcotráfico en los años 90— hoy elige, una vez más, el camino de la complacencia: maquilla el golpe con un pañuelo de protocolo y le aplica una pátina de “normalidad” al intento de ruptura institucional, como si se tratara de un trámite más del juego democrático y no de una amenaza frontal a la voluntad popular.

Por estos días, este "mandado" que están haciendo los medios se volvió complicidad en el momento en que hizo la labor nefasta de mostrar el intento de asesinato de Miguel Uribe Turbay como una cosa que no tuviera que ver con este golpe en curso.

Los mismos medios que durante décadas fungieron como cancerberos del statu quo, hoy vuelven a jugar su papel de notarios de la conspiración, no para denunciarla, sino para blanquearla, adornarla, minimizarla.

Lo que está en juego no es una exageración tropical ni una fantasía de Palacio. No es paranoia: es historia. 

En América Latina, los golpes no siempre llegan en tanques, a veces llegan disfrazados de tecnicismos legales como el lawfare, como informes de auditoría, de "preocupaciones institucionales", o como cuando el presidente del Senado pega un grito diciendo que “Seré el jefe de la banda para hundir las reformas”.

Ahora que todo se está develando, salen corriendo los conjurados. 

Mientras todo eso ocurre, la gran prensa colombiana, que dice defender la democracia, se limita a encogerse de hombros, como quien ve llover. Le sube el volumen a toda voz que diga que se vive en caos en este país mientras se han desmantelado verdaderos intentos de asesinatos del presidente. 

¿Dónde están los editoriales incendiarios que deberían exigir respeto al voto popular? 

¿Dónde las portadas que deberían advertir al país del precipicio autoritario al que lo empujan ciertos sectores? 

¿Dónde las investigaciones periodísticas que rastreen los nexos entre estos movimientos internos y los intereses geopolíticos del norte global que hoy ve en América Latina un territorio en disputa? 

En vez de eso, lo que se ofrece es una construcción narrativa que reduce el asunto a un problema de carácter presidencial, a una especie de exabrupto emocional del jefe de Estado. Como si la historia de Colombia no estuviera plagada de conjuras oligárquicas, pactos secretos y traiciones constitucionales, puñaladas traperas.

No se trata de generalizar, pero una parte considerable de la prensa “industrial” —esa que por esencia y oficio debería ser el perro guardián de las instituciones— ha preferido convertirse en el gato cómodo y complaciente de la élite, ronroneando al calor de sus intereses y dejando de lado su deber fundamental: incomodar, vigilar, alertar.

Y su ronroneo cómodo frente al abismo que se abre es no solo una omisión, sino una complicidad. Porque cuando un presidente alerta sobre una amenaza directa contra la institucionalidad democrática, lo que corresponde no es reírse de él ni ponerlo en duda como un profeta loco. Lo que corresponde es investigar, cuestionar, confrontar al poder real que se oculta tras los eufemismos.

Pero claro, pedirle eso a ciertos medios es como pedirle al verdugo que defienda al condenado. Su función no es proteger la democracia: su función es simular que lo hacen, mientras la horca se aprieta en silencio.

 


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