El fabuloso país de Poyais en la Costa de Mosquitos (II)


 

El Cacique de Poyais General Gregor MacGregor

En medio de todos esos hechos históricos, apareció en la vida del Reino de Miskitos un tal Gregor MacGregor, descendiente del famoso clan escocés, antiguo oficial del Regimiento 57 del ejército británico, general del ejército de Bolívar, casado con una prima del Libertador, fundador de la breve República de las Floridas en Amelia Island, luchador en Cartagena durante el sitio de Morillo, etc., etc. Un hombre que, con un gran recorrido y una imaginación aún mayor, recreó a partir de lo muy poco que había entonces en la Costa de Mosquitos un verdadero paraíso para los europeos: un reino constitucional con 20.000 habitantes, moneda propia, una capital con palacios que incluían un teatro para la ópera; una tierra feraz, capaz de dar no dos sino hasta tres cosechas de maíz al año; caza y pesca abundantísimas; bosques maderables superiores a los de Norte América; en fin, una Disneylandia decimonónica en el Caribe. La descripción hubiera asombrado a cualquier bucanero, corsario o pirata más o menos decente, pues hasta donde sabían en esa costa malsana solo abundaban el clima ardiente, los mosquitos y las plagas. Y debió asombrar por encima de todo a nuestros embajadores ante su Majestad Británica, al tratarse de un pedazo de nuestro territorio, pero ellos, entonces como hoy siempre tan prudentes en todo lo que no son sus intereses personales, no dijeron esta boca es mía ni mucho menos esa costa es nuestra. 

La alta sociedad británica acogió con entusiasmo a este buen escocés y a su bella cónyuge, prima nada menos que de Bolívar quien, por entonces y a pesar de su muerte reciente, gozaba como goza hoy de un gran prestigio en el Reino Unido. MacGregor, en lo que se considera uno de los mayores tumbes de la historia vendió bonos del reino de Poyais, que competían con los bonos emitidos por países “de verdad” como Colombia; adjudicó tierras a colonos especialmente escoceses por ser estos los mejor dotados, según él, para disfrutar y explotar las maravillas naturales de Poyais; vendió dólares del Cacicazgo, bien impresos y con menos valor que los del juego de Monopolio moderno, a los futuros colonos; siguiendo el ejemplo del Imperio Británico, vendió oficialidades en el Ejército de Poyais además de puestos en la burocracia de ese maravilloso estado. En fin, el paquete completo o, como dicen hoy, el paquetazo.

El tema no habría pasado de ser un timo brillantemente ejecutado, si no hubieran salido varios navíos llenos de esperanzas y de colonos. Cada barco fue despedido por el Cacique MacGregor, quien además de desearles buen viaje, aprovechó para cambiar el oro que llevaban por dólares poyianos. La puesta en escena alcanzó el clímax cuando, con increíble generosidad, comunicó a los emigrantes que todas las mujeres y todos los niños viajaban gratis. Los aplausos no cesaron hasta que los buques se perdieron en el horizonte. Después de varios días de viaje llegaron al destino anhelado que seguía siendo la misma costa inhabitable de los piratas, corsarios y bucaneros. A pesar de sus esfuerzos no encontraron la maravillosa capital, ni las tierras feraces, ni los puestos por los que habían pagado gastando todos sus ahorros. Muchos murieron en el paraíso perdido, otros terminaron en otros países de América y algunos pocos regresaron maltrechos y arruinados a Inglaterra. 

 El Fin De MacGregor

Cualquiera, tan ingenuo como los colonos, podría pensar que el imaginativo escocés terminó sus días ahorcado por los flemáticos ingleses por el homicidio culposo de decenas de compatriotas o, al menos, encerrado en alguna pestilente prisión de la época. Pues no, el hombre no fue condenado ni en Londres ni en París donde repitió, en francés, la misma historia con el mismo cacicazgo al que le cambió la constitución original por otra más republicana adaptada a los del país de “Liberté, Égalité, Fraternité”. Afortunadamente los franceses, más avezados que los ingleses, no permitieron la salida del navío cargado de nuevos colonos y nuevos sueños, hacia un país del cual los burócratas galos nunca habían oído hablar y donde, de ir, repetirían la pesadilla de sus antecesores escoceses.

Muerta su esposa venezolana, arruinado y sin mucha credibilidad, MacGregor partió de las islas británicas en 1838 rumbo a Venezuela donde reclamó el reconocimiento a sus acciones como guerrero de la libertad. Los venezolanos lo acogieron, le restituyeron su rango militar y le otorgaron una pensión acorde con su generalato. A su muerte en 1845, lo enterraron con honores militares en la Catedral de Caracas según unos o en el Panteón Nacional donde reposan los huesos de Bolívar, Codazzi y otros personajes de Venezuela y de Colombia según otros. He revisado algunos listados de las personas cuyos huesos reposan en el Panteón y en ninguna aparece MacGregor, lo que me lleva a pensar que una pequeñísima porción de justicia terminó llegando, así fuese post mortem, para los colonos engañados.

 


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